Viene de Luces parpadeantes (II)
Me fui de Lille en plena crisis ansiosa por volver cuanto antes a cubierto, pero con la impresión de dejar a La Cabrona en buenas manos. El pirata de su novio fue absolutamente encantador y, aparte de llevarnos y traernos en su camioneta que olía a gasoil, desayunó con nosotros en la Grande Place y ayudó a elegir a La Cabrona una boite a meu para La Niña Fatal cuando yo fui incapaz de entrar en la tienda de juguetes, abrumado por la saturación de colores y sonidos en pleno estado de pánico. La Cabrona no sólo ya no necesitaba mi ayuda, sino que fue ella la que me prestó la suya para llegar al aeropuerto.
El nudo en la garganta que arrastré esos tres días no se soltó hasta que ya estuve aterrizando. Y no sé si lloraba por darme cuenta de que cuando por fín había tenido la ocasión de encontrarme con el doctor Beauvoir no tenía nada que decirle, salvo que qué buen día hacía y que me alegraba de verle. O por lo evidente que resultaba para todos que, a pesar del buen rollo general, como es lógico yo ya no formaba parte de aquella familia y eran otros los que iban a estar allí en los momentos realmente jodidos. O quizá lloraba, como cada vez que me entero de que una de mis ex novias se casa, por sentirme un poco más solo, estúpido y ridículamente paternalista.
Llegué a casa y sólo entonces caí en la cuenta de que estaba vacía. La Niña Fatal seguía fuera de la ciudad, en el entierro de su abuelo, y no llegaría hasta varios días después. De repente no tenía nadie a quién contar aquella odisea emocional. Recordé cómo me joden sus sensatos jarros de agua fría sobre mis ideas de bombero jubilado. Cómo su cabeza está bastante mejor amueblada que la mía y que no se deja engatusar como yo por las luces de colores que me habrían consumido como a un insecto. Recordé las pocas veces que había pensado en irme de su lado y recuperar mi ritmo de vida de soltero, intentando negar que la pasta de la que estoy hecho ya ha cambiado, que ha llegado el momento de pasar el testigo de la intensidad a cualquier precio a gente como Enthusiastic. Que ahora los motivos para hacer las cosas me vienen por otro lado. Había vuelto de rodillas desde Francia siendo otro y con la certeza de saber lo que de verdad es importante, y no podía compartirlo con ella. Imaginé cómo sería llegar todos los días a una casa así de vacía. Recordé, en un intento inútil de matar ese hipotético silencio, todas esas cosas que me sacan de quicio de ella.
Y las eché terriblemente de menos. Como nunca había echado de menos a nadie.
12/9/10
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luces parpadeantes (y III) |
5/9/10
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luces parpadeantes (II) |
Viene de Espiral pitorréica
-¿Te has llevado las llaves de casa? Porque cuando vuelvas yo no estaré. Me voy unos días fuera: Mi abuelo ha muerto.
No llegué a conocer al abuelo de La Niña Fatal. Me hablaron mucho de él antes y después de aquella llamada, y por lo visto gozó de un humor envidiable hasta el último momento, siempre con una sonrisa. Me resultó confuso estar en Lille resolviendo entuertos emocionales del pasado cuando quizá era más necesario en casa, apoyando un (no por esperado menos triste) desenlace del presente. Recibí aquella llamada unas horas después de aterrizar, y a partir de ese momento este viaje, pensado para despedirme del doctor Beauvoir, adquirió una perspectiva más global, pero perdió parte de su sentido.
La Niña Fatal estará bien, es una chica fuerte, pensé, seguramente más que yo. Aunque no podemos saberlo. No se me ha muerto nunca nadie. Exceptuando a mi abuelo, claro, pero yo era pequeño y no cuenta. Tengo treintayun años y nunca he visto un cadáver. Nunca he vivido una tragedia, lo que, por increíble que parezca, tiene su inconveniente. Porque la parte de tí que te saca adelante cuando sucede una desgracia reclama su alimento, y puede convertir la ausencia de pérdidas en una angustiosa espera de lo que algún día acabará llegando. Creo que por eso me volqué tanto en la tragedia que sí estaba viviendo La Cabrona: Me despedía de su padre con la esperanza de no tener que despedirme del mío. De alguna forma, algo en nosotros está hecho para sufrir. Con lo que sea. Para estar preparado cuando por fin veamos morir a la gente con la que más nos hemos compartido. Cuando dejen de ser personas para convertirse en historias que sólo los que nos quedamos recordaremos, mientras nos vamos quedando cada vez más solos, hasta que no quede nadie que nos entienda.
La alternativa a todo esto es morirse uno antes. Es decir, que si no toco en el funeral de El Meister será porque él habrá tenido que hacerlo en el mío.
Finaliza en Luces parpadeantes (y III)