La Niña Fatal y yo quedamos en un café con una amiga suya, casada con el antiguo teclista de mi banda. Tienen un hijo de un año.
-Ya no vemos la tele. Nos quedamos horas mirando absortos las caras que pone el niño practicando expresiones faciales. Es todo un espectáculo. Cuando cree que no le oímos también "habla". Practica pronunciaciones y tonos de voz. Fascinante.
El crío ha tardado bastante en ponerse a andar, pero la feroz competencia en la guardería por hacerse con los juguetes le ha espabilado rápido. El chaval se pasea con una gran sonrisa por el local, tambaleante, como los borrachos. Los camareros le cogen en volandas. Luego se queda mirando a un grupo de desconocidos que hay en otra mesa. Le aúpan y le suben a sus rodillas. Le hacen carantoñas. El niño se parte de risa. Nosotros también.
-Mira, ya está haciendo amigos. A esta edad si alguien le llama la atención no les da ninguna vergüenza quedarse mirando.
Unos días después visitamos a un amigo del trabajo y su mujer. Tienen una hija de ocho meses. La niña se ha quedado absolutamente pillada con mi barba y mis gafas.
-¿No echáis de menos hacer las cosas que hacíais antes de tener a la cría?
-La cuestión no es esa. La pregunta correcta es ¿qué hacía yo antes de tener una hija? ¿A qué dedicaba todo mi tiempo libre? Cuando me preguntan qué hice ayer por la tarde respondo: estar con la niña ¿Haciendo qué? Pues nada en particular. Estar, simplemente. Cuando dicen que un hijo te llena la vida, es literal. Te llena el tiempo del que dispones y no necesitas otra cosa en qué ocuparlo.
-Y haces un montón de ejercicio. Debe ser sanísimo porque yo acabo rendida.
Mis nuevos compañeros de banda tienen una hija de tres años. La cría reconoce las canciones de los Beatles en el hilo musical del supermercado y, de más pequeña, la calmaban poniéndole discos de Diana Ross.
-Son tan inocentes...- me dice ella.-Su curiosidad es genuína y sincera, sin dobleces. Están ávidos de aprender cualquier cosa y todo les sorprende, porque todo es nuevo para ellos. Aprecian las cosas que nosotros damos por hechas como se merecen, y eso te enseña a tí a hacer lo mismo. Un hijo es el mejor maestro.
-A veces me miro en el espejo- dice él -y pienso “en realidad soy el mismo gilipollas de siempre”. Pero ahora, además, soy el padre de alguien. Eso es una sensación muy fuerte.
Siempre justifiqué mi negativa a tener hijos con todo tipo de argumentos prácticos o ideológicos: No tengo pareja. No tengo dinero. No tengo tiempo. No tengo instinto. No tengo paciencia. No tengo moral. No tengo fuerzas. A veces, simplemente no tengo ganas. Pero me he quedado sin excusas. La realidad es mucho más sencilla: ¿Reconocerme en otro? ¿Establecer con una persona un vínculo que, esta vez, y sólo esta vez, sí, será indisoluble hasta que uno de los dos muera? ¿No volver a tener la oportunidad de estar verdaderamente sólo nunca más? ¿Llevar por siempre esa carga en la maleta?
Lo que en realidad no tengo es valor.