Hay muchas razones para ir mañana al Tónal. Que puedes ver a tres grupazos por cuatro duros. Que es probable que Lisabö nunca vuelvan a actuar en nuestra ciudad y es seguro que Black Dice jamás lo volverán a hacer. Que el concierto tiene lugar en un pabellón cerca del centro, muy bien comunicado, un viernes, a una hora muy buena. Que, teniendo lugar en un espacio municipal, hay sin embargo una barra en la que se sirve alcohol, y más concretamente cerveza helada a un precio muy razonable, muy barata incluso, para lo que son estos eventos. Que vamos a estar toda la parroquia y va a ser una fiesta cojonuda. Que (y esta es una baza que detesto jugar) lo organiza sin ningún ánimo de lucro la gente de Laika, que se merece todo nuestro apoyo por hacer de esta ciudad un destino factible para exquisiteces musicales nacionales e internacionales que estén de gira.
Yo tengo
otras razones para ir. La primera es que toca una banda más, Frieda’s Still inLove, de la que soy devoto desde que les vi de teloneros de alguien supuestamente
más importante a quién dejaron a la altura del betún.
La segunda es
que hoy son Lisabö y Black Dice, pero mañana pueden ser Masters of Reality o
Abstract Artimus. Si Laika no hubiese salido a flote en sus malos momentos (y
este es uno malo para todos), habría sido imposible tener a Animal Colective
tocando gratis en la Plaza de la Universidad o a Daniel Johnston hace unas
semanas, Y yo no habría visto en mi ciudad a Lemonheads ¡dos veces! Cuando pago
por un concierto en Valladolid estoy haciendo una inversión. No importa que no
conozca mucho a las bandas antes de anunciarse el cartel: uno de los conciertos
en los que mejor me lo he pasado en toda mi vida fue en una edición anterior
del Tónal, con Wavves y The Dodos, de cuya existencia no había oído hablar
antes. Trato a menudo, sin éxito, de pasármelo igual de bien en conciertos
mucho más caros de artistas a los que adoro.
La tercera es
que recuerdo cómo era esta ciudad antes de toda esta bendita locura, esta agitación
musical que empequeñece al Vigo de los ochenta o al Gijón y la Granada de los
noventa. Solo se libraba de ser una puta mierda gracias al Valladolindie, pero era la única oferta. Ahora se puede hasta, oh milagro,
elegir. No lo digo irónicamente, de verdad me sigue pareciendo un milagro. Cada
uno de estos conciertos se lo debo al adolescente de los noventa aburrido que
fui.
La última, y
quizá más importante, razón: Puede que sea el último. Quizá estas bandas se
separen mañana. Quizá los chicos de Laika se harten de trabajar gratis para un
público cada vez más exíguo. Quizá mi situación económica no me permita pagarme
nada que no sea la comida y el alquiler en unos meses. Quizá me muera antes del
siguiente.
Por eso hay
que ir. Porque cuando decimos que un concierto se “celebra”, decimos bien. ¿Qué
celebramos? Que seguimos aquí, moviéndonos, saltando, cantando y sudando,
bebiendo y riendo, abrazando a los amigos y estremeciéndonos al escuchar lo que
queremos oír de una voz familiar pero también lo que no esperábamos de otra desconocida que consigue
ponernos cachondos.
Que estamos
vivos, coño.