Con respecto al trabajo ya os he ido contando en entradas anteriores: Aterrizo en España a las 20:30. A las 22:00, y estando de cañas con los amigos, Asami me dice que necesitan gente en un bar de tapas (se lo han propuesto a ella, pero se vuelve a Japón). Al día siguiente, durante el tapeo, y con tres vinos encima, me paso por allí. Están buscando a una camarera, pero hay buena química con el jefe, así que me pone en contacto con su socio que lleva no ya un café, sino El Café por antonomasia de Valladolid. Concretamente El Cafetín, local mítico al que dedicaré una larga entrada en breve. Al mediodía siguiente tenía el contrato por el que me había arrastrado en Francia sin éxito. Una búsqueda de empleo en tiempo récord: cuarenta y cuatro horas. Hasta aquí, hecho. La búsqueda de piso es otra historia.
Mi partenaire en esta empresa, Teresa, también acaba de llegar. En su caso desde Londres, donde ha trabajado tres años como profesora de español. Nos planteamos un presupuesto máximo de 500 €, facturas y comunidad aparte y sin contar con la ayuda de 210 € del gobierno, porque de aquí a que la veamos los pisos seguramente costarán 210 € más. Visitamos una media de cinco pisos diarios (a veces tres, a veces siete) desde hace casi dos semanas. Y no damos crédito a lo que nos ofrecen por ese dinero en Valladolid. No sé si es que los precios han aumentado tanto en cuatro meses que llevo fuera o que hasta ahora he tenido la fortuna de no tener que buscar piso en septiembre, momento en que el llegan todos los estudiantes, habiendo más demanda. Pero hemos visto verdaderos zulos y nidos de mierda franquistas por 600 €. El carácter castellano más rancio aparece en todo su esplendor durante las conversaciones telefónicas con los caseros.
-Solo lo alquilo a chicas.
-Este piso es para tres. Si sois dos no os lo alquilo. No, no os voy a decir lo que cuesta.
-Pido seis meses por adelantado.
-Vamos a ver, le digo de venir a verlo a mediodía porque el piso no tiene electricidad, ni contador ni nada, pero es muy luminoso.
-Pido un aval, por ejemplo otro piso que tengáis.
-Me tenéis que dar el teléfono de vuestros padres.
-¿Cuántos sois? ¿Solo dos?
-El precio depende de cuantos seáis. Por cierto ¿Cuánto os están pidiendo por otros pisos? ¿Y cómo son?
-¿Sois españoles?
-¿Sois estudiantes? Entonces no, no quiero estudiantes. No tienen dinero para pagar.
-¿Sois estudiantes? Ah, trabajáis. ¿Dónde trabajáis? Si, si, el nombre de la empresa.
-¿Y quienes sois vosotros? ¿Quiénes son vuestros padres?
Que a mis años y con estas barbas me pregunten por mis padres tiene cojones. Como paradigma de la búsqueda me quedo con dos ejemplos. El primero, en la calle Arribas, frente a la catedral, la misma calle que El Cafetín, a cincuenta metros del bar de tapas antes citado y a cien de la pizzería, lleva más de un año con el cartel de “Se Alquila”. 600 €, cuatro habitaciones. Precioso, sin amueblar. Pero la cocina está totalmente vacía (lo que incumple la ley, para arrendarla debe haber como mínimo un fregadero, una cocina y una lavadora) y el propietario es un anciano de ochenta años con cataratas y dientes marrones que nada más descolgar me grita que los españoles de ahora lo quieren todo hecho y entrar en un piso como si fuera un hotel. Observamos que el hecho de ser dos, chico y chica sin ser pareja, supone un problema para la mayoría de los caseros, así que nos inventamos a un compañero fantasma que ahora mismo no ha podido venir a ver el piso porque es profesor en un instituto y claro, a estas horas los chavales tienen clase. Nos pregunta por nuestros oficios y el de nuestro tercer hombre, sobre el que insiste especialmente. Yo convierto el “trabajo en un bar” en “mis padres tienen un bar pero yo soy diseñador industrial en una empresa del parque tecnológico de Boecillo, si hombre, los que hacen el prototipo para el embalaje de las cajitas de perfumes, por ejemplo, y luego los operarios blablabla…” Teresa no tuvo que mentir tanto, sólo se adelantó unas horas en el tiempo diciendo que era profesora de inglés en la academia Jarenaguer International (donde tenía una entrevista una hora más tarde y fue aceptada). Pero la identidad de nuestro tercer compañero intriga al casero e insiste en saber el nombre del instituto de secundaria donde trabaja. Nos vamos de allí con el inconveniente de no poder aportar un bien inmueble como aval (“una nómina en estos tiempos de inseguridad laboral no me sirve. Usted puede ser diseñador hoy y a los seis meses estar en la calle”) sabiendo que no volveremos a ver el piso. Pero el propietario me llama durante toda la semana para que le demos el teléfono del profesor de instituto espectral. En una de las ocasiones me dejé el móvil y contestó mi padre, siguiéndome la bola de que, en efecto, tenía un bar en el que yo echaba una mano de vez en cuando. El pobre, que es un santo, sufrió un interrogatorio sobre nuestra situación económica y moral digna de las comisarías de la posguerra, y con un tono muy similar. Hace unas horas he tenido que aclararle al casero detective que no nos interesa y me ha colgado hecho un basilisco. Acojonante.
El otro caso es el primer piso que vimos. Una mujer de unos cincuenta y tantos que lloraba en cada habitación que nos enseñaba: era el piso de su hija, que había muerto de cáncer la semana anterior.
Deseadme buenas noches y buena suerte.