Quisiera drogarme. Pero no puedo.
La vida sin droga tiene un murmullo de fondo del que no nos percatamos hasta que nos chutamos y desaparece. Un zumbido constante, una inquietud con la que nos acostumbramos a vivir y que, mejor o peor, nos deja seguir trabajando, pero que cuando llega el momento de apagar la luz no nos deja dormir. Cuando nos drogamos estamos matando esa mosca cojonera y alcanzamos una paz con la que ni nos habríamos atrevido a soñar. Así que esto es la verdad. Esto es el silencio que hay de fondo de todas las cosas. Este es el estado en el que me encontraría siempre, por defecto, si no tuviera ese murmullo dentro, me digo cada vez que me meto. Que son menos veces de las que querría. Muchas menos. Casi ninguna, en realidad. Pero cuando ocurre descubro que el mundo entero me la sopla. Que yo mismo me doy igual. Y es fantástico. No es como con el vino, en absoluto. Con el vino he de elegir entre sentirme bien cuando estoy enfermo o sentirme enfermo cuando estoy bien. Es paliativo, pero no absoluto.
Pienso a veces en cómo debe ser la vida de un yonqui rehabilitado. Abandonar voluntariamente esa paz a cambio de que un asistente social, que probablemente se drogue, intente meterte a empujones por una rendija por la que no cabes en un lugar en el que tu presencia es una molestia y en el que deberás suplicar por favor durante el resto de tu (por otra parte bien mórbida) vida que te dejen limpiar retretes para subsistir. Luchando sin descanso por llegar a la montaña cuando ya has probado cómo es que la montaña llegue a tí. Y siempre ese murmullo… Yo antes preferiría darme un último homenaje.
Pero no puedo. Tengo con las drogas la misma relación que una integrista judeocristiana ninfómana con el sexo. Por eso no puedo pararme quieto. Por eso necesito constantemente tanto ruido a mi alrededor. Porque si en algún momento dejo que ocurra el silencio descubriré que no existe, que siempre habrá un murmullo incesante, exasperante y agónico de fondo que sólo desaparecerá si hago algo feo, algo que está mal. Muy mal.
25/6/10
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murmullo |
14/6/10
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la educación sentimental (II) |
No he podido evitarlo. He abierto la bolsa de plástico de Pandora, en vez de quemar su contenido, y he hurgado a ver que salía. Me equivoqué: Pensaba que contenía las cartas que intercambié durante años con la misma persona, pero lo que de verdad había allí era mucho más terrible.
Con cerca de trece años se me ocurrió escribir a la sección del suplemento ¿infantil? de El País Semanal que publicaba las cartas de los jóvenes lectores que facilitaban su dirección en busca algo de correspondencia. Una descabellada costumbre que se tenía en el siglo pasado, antes de que se inventaran las redes sociales y el messenger. No sé qué cojones se me pasó por la cabeza. Era una época en la que en vez de intentar buscarle un sentido a cualquier nimiedad cometida, simplemente hacía cosas que significaban cosas, pero sin tener consciencia de ello y ni puta idea de lo que podían simbolizar. Funcionó jodidamente bien. Recibí varios cientos de cartas, en su mayoría de crías de la misma edad que yo, contándome de todo. Desde banales anécdotas escolares hasta jodidísimas truculencias, pasando por absurdas declaraciones amorosas, fruto más de un temprano desarrollo hormonal y una imaginación desatada que de nada más. En la bolsa estaban algunas de esas cartas.
Ver tu nombre completo escrito por tantas manos diferentes es algo que da bastante vértigo. Es algo que, seguro, significa otra cosa. Lo suficiente como para pensarte dos veces abrir alguna al azar y releerla. Pero lo hice. Una chica bastante graciosa con un humor muy ácido agradecía con cierta ironía que la contestase por segunda vez. Luego explicaba que había estado haciendo una especie de vudú con la primera carta, en venganza por haber tardado tanto en responder. Me hizo gracia comprobar cómo ya entonces me gustaba que me metiesen caña. Pero el tono me resultaba demasiado familiar. Luego la letra también. La firma y el matasellos no dejaban lugar a dudas: Resulta que fuí a leer la única carta que conservo suya. ¡Qué fantástica ruleta rusa! De entre todas las vidas posibles, de todos los caminos por recorrer, de todos los yoes creados por las circunstancias y la educación (sentimental) volví a caer de forma completamente fortuíta en este mismo, en el mío. En ese en el que os acabo contando esta historia a vosotros en la entrada de un blog.
¡Claro, cómo no! No podía ser de otra manera.
7/6/10
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la educación sentimental |
Qué gran invento, las relaciones epistolares. No es de extrañar que a menudo tenga presente ese sofisticado y decadente juego que es Las Amistades Peligrosas como metáfora para situaciones cotidianas. No puedo evitarlo. Pero el motivo último para que eche de menos los sobres y los buzones es que una parte de lo que soy tiene su origen en un amor adolescente que tuve por carta hace tiempo (tanto que por aquel entonces Kurt Cobain aún estaba vivo, no digo más). Bueno, pues Craig Thompson ha cogido cada preciso detalle de mis recuerdos sobre aquello, punto por punto, fechas incluidas, los ha arrancado de León y se los ha llevado a Michigan para dibujar Blankets.
La versión de Thompson de lo que me ocurrió es, a pesar de su cercanía, inocentemente romántica con un fuerte componente religioso. No pasa por el tamiz de la experiencia adulta y su interpretación psicológica, o al menos no permite que contaminen el relato. Es más magia que otra cosa. Y yo lo he leído justo ahora que acabo de encontrarme las cartas con las que empezó esta historia. Y me he acordado de cómo me sentía cuando el mundo era nuevo y emocionante, trágico o glorioso, contenido pero incontenible. Cuando el problema era que todo te venía grande en vez de pequeño. Cuando las emociones te pasaban por encima brutalmente, haciendo estragos a su paso, sin que supieras cómo cojones gestionarlas, en vez de tenerte buscando, sediento en mitad de un desierto de estabilidad emocional, algo que te destroce por dentro. Cuando tu vida era absolutamente frustrante pero esas dos o tres visitas al año hacían que todo valiera la pena. Y era increíble. Y también una puta mierda.
Da igual quienes fuéramos. Podríamos haber sido otros. Da igual que fuéramos tremendamente torpes. Aquel intensísimo episodio consumió gran parte de mi combustible emocional, que debía durar toda una vida, en un fogonazo deslumbrante, una supernova que cauterizó, para quienes vinieron después, la herida de los celos en la que los demás hurgan como fundamento para sus relaciones. Me siento afortunado de haber vivido (yo también) aquello. Pero no lo añoro. A pesar de haber cambiado aquellos chutes de adrenalina por las facturas, pasar el aspirador o los compromisos sociales, a pesar de que ese inocente y emocionado panoli se haya convertido en el hombre cínico y desconfiado que soy ahora, aquel sin vivir en realidad era una putada. Un efímero pasaje necesario para mi (citando a otro ilustre gabacho desilusionado) educación sentimental. Como Thompson, me ví quemando mis naves (y esas cartas que no releeré serán lo siguiente), andando sobre la nieve sabiendo que las huellas no perdurarían.
Un brindis, eso sí. Buena suerte, jodida psicópata.
1/6/10
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Zahara: “Creo que me estoy liberando, cada vez hay menos personaje y más yo” |